" ...Delage podía dibujar con claridad en su memoria aquel día de finales de agosto, en Peguerinos, un pequeño pueblo cercano a El Escorial que habían logrado conquistar los rebeldes con unidades formadas por tropas marroquíes del Ejército de África.
A Modesto le encargaron la liberación del pueblo y hacia allí partió pasado el mediodía, llevando con él a dos compañías del Batallón Thaelmann, armadas tan sólo con carabinas y bombas de mano. Fue una lucha feroz. Los rebeldes contaban con dos ametralladoras que, desde un grupo de casas del oeste del pueblo, barrían las calles y la plaza principal, en cuyo centro el caño de cobre de una fuente arrojaba un vigoroso chorro de agua. Modesto organizó con presteza un ataque de diversión por el flanco izquierdo de los rebeldes. Y cuando las compañías marroquíes concentraron su fuego de ametralladoras y fusilería en aquella dirección, lanzó una ofensiva vigorosa por la derecha. Cuarenta y cinco moros y dos oficiales españoles se rindieron en cuestión de media hora. Otro medio centenar de soldados marroquíes habían muerto en ese tiempo, en tanto que los milicianos de la Thaelmann solamente habían perdido cinco hombres.
Y de súbito, mientras la tropa de Modesto desarmaba a los marroquíes y a sus oficiales españoles, un grupo de mujeres salió de un caserón. Eran una veintena: un par de ancianas, tres o cuatro niñas y el resto muchachas de entre veinte y treinta años. Varias de ellas lloraban. Algunas mostraban sus ropas desgarradas.
Modesto se adelantó, seguido por Delage, y se detuvo ante una mujer morena, despeinada y vestida pobremente, que parecía la más entera del grupo.
—Los moros nos han violado —dijo ella sin esperar que el hombre preguntara—. Y a algunas, como a mí, varias veces. Mátalos, camarada. Había niñas…
—¿Y los oficiales?
—Han hecho como si no vieran.
Delage vio encenderse la mirada de Modesto. Conocía ese furor desde el día en que se enfrentó al Campesino en el Cuartel de la Montaña.
—Hay algo más —añadió la mujer—. Mira en las mochilas de los moros.
Modesto hizo un gesto a uno de los suboficiales de su compañía. Y un grupo de cabos y sargentos comenzaron a abrir los macutos marroquíes y a arrojar al suelo, con asco y pavor, ristras de orejas humanas cortadas, enhebradas en cordeles.
—¿Qué es esto? —clamó Modesto.
—Se las cortaron a los milicianos que defendían el pueblo, después de matarlos con tiros en la nuca cuando ya se habían rendido. —La mujer señaló a su espalda—. Los cadáveres están detrás de las últimas casas. Si te acercas allí, verás que a varios de los muertos les han cortado sus partes con las bayonetas y se las han metido en la boca.
Modesto avanzó hacia los prisioneros. Agarró a un oficial por la guerrera y, frenético, lo zarandeó.
—¿Y tú?, ¿qué coño hacías mientras ejecutaban y mutilaban a nuestros hombres, faccioso cabrón?
—La guerra no tiene tregua…, no da tiempo para pensar —respondió el otro tembloroso—. Ten piedad de los prisioneros…, hay una convención internacional… Yo no hubiera querido que eso sucediera.
Modesto se volvió hacia el sargento de una de sus escuadras.
—Formad pelotones y fusiladlos a todos, oficiales y moros. Y si hacéis más prisioneros en la zona, los fusiláis sin esperar órdenes.
Modesto volvió los ojos hacia Delage. Hubo entre los dos un intercambio de miradas dudosas.
Un joven marroquí dio entonces dos pasos hacia delante y se detuvo ante Modesto.
—Yo no, jefe, yo no toqué a ellas…, ni corté orejas de muertos…
Modesto se dirigió a la mujer.
—¿Es cierto?
—Yo no distingo un moro de otro —respondió.
Modesto se encaró a la mujer.
—¿Cómo puedes decir eso?
Bajó la cabeza y ordenó a uno de los tenientes milicianos:
—Vamos, llévatelos de una vez y cumple mis órdenes.
Dio la espalda al oficial y caminó unos pasos seguido por Delage.
—¿Estás seguro? —dijo el comisario.
Modesto le miró y volvió sobre sus pasos. Cerró los ojos y, con un movimiento vigoroso, movió la cabeza hacia los lados.
Luego, alzó la barbilla, abrió de nuevo los ojos y gritó:
—¡Eh, teniente!
El oficial regresó.
—A la orden.
—No hay fusilamiento. Llévalos a retaguardia y que los juzguen allí. Si los fusilan, que lo ordene otro.
—A tus órdenes, Modesto.
—Otra cosa: lleva a la retaguardia las ristras de orejas. Y enterrad a los muertos. A todos: los de ellos y los nuestros.
—Como digas.
La mujer había escuchado el diálogo sin separarse de Modesto.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó—. Quiero conocer el nombre de un cobarde.
—Déjame en paz.
Se dio la vuelta para alejarse. La mujer trató de agarrarle del brazo, pero Delage la apartó.
—No le molestes.
—¡Nunca me olvidaré de ti! —gritó ella.
—Mejor harías en no acordarte de lo que te ha pasado —respondió Modesto sin volver el rostro.
Media hora después, bajo la sombra de unas moreras, Delage y Modesto descansaban rodeados por hombres que, en su mayoría, fumaban cigarros de picadura. Una patrulla había encontrado una tinaja de vino recio y los jarros corrían de mano en mano.
—Ha sido un día muy cabrón, Juan —dijo Delage.
—Todavía no soy capaz de matar en frío.
—Has obrado con buen juicio.
—¿Hay buen juicio en la guerra, Luis?
Modesto extrajo el cargador vacío de la pistola, lo arrojó a un lado y lo reemplazó por uno nuevo. Metió el arma en su cartuchera y comenzó a liar un cigarro.
—Me pregunto si el chico marroquí será inocente —dijo—: por él los he dejado a todos con vida. Que los juzguen otros.
—Los fusilarán, Juan, puedes estar seguro. En cuanto vean las orejas no quedará uno solo vivo.
—No sé si te lo he contado alguna vez, pero yo pasé dieciocho meses en África, cuando me llamaron para el servicio militar. Aunque, eso sí, más de la mitad de ese tiempo estuve arrestado o en el calabozo. Tenía veintidós años y era la primera vez que salía de Cádiz.
—No sabía.
—Fui destinado como cabo a los regulares de Larache. Me llevaba bien con los moros y aprendí algunas palabras de su lengua. E incluso tuve amores con una morita que se llamaba Mina. Era fuego puro, te quemaba al besarte. Por cierto, que también me enredé unas semanas con una judía…, Omega se llamaba: un nombre raro…
Sonrió con gesto de fatiga y movió la cabeza hacia los lados.
—Muchos de los moros eran mis amigos porque yo no era racista y sigo sin serlo, al contrario que la mayoría de los españoles y, sobre todo, de los oficiales… Y ya has visto también cómo la gente pobre puede ser racista, igual que esa mujer a la que han violado… Sirviendo en regulares, me degradaron de cabo por proclamar un día a gritos, en el zoco de Alcazarquivir, cerca de Larache, la igualdad entre moros y españoles. Tenía alguna copita de más, la verdad. Pero no me arrepentí de ello. Y ya no fui cabo nunca. Corta carrera fue la mía de militar en África… Allí sólo lograban galones y estrellas los criminales como Franco.
Encendió el cigarro, aspiró y arrojó con fuerza el humo del tabaco.
—Lo que son las cosas. Ahora, unos moros tratados como perros por oficiales españoles se dedican a violar, matar y mutilar a quienes son iguales que ellos. Y yo, por mi parte, casi fusilo a algunos que hubiera considerado amigos en otro tiempo… La guerra lo pone todo patas arriba.
—No le des más vueltas.
Modesto miró a su alrededor antes de volver a hablar.
—Peguerinos… —dijo al fin—. Feo lugar.
—Puedes estar contento: les has dado sopas con honda a los profesionales rebeldes, con armas peores y pocos hombres.
—Fue una jugada sencilla: amagar por un costado, provocar la defensa del contrario y atacar por otro lado. Una batalla es como una partida de ajedrez.
Regresaron aquella misma tarde a Navacerrada. Unos días después, Modesto era nombrado comandante de milicias..."
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