lunes, 8 de junio de 2015

La Batalla de Peguerinos, agosto 1936, según la novela de Javier Reverte " EL TIEMPO DE LOS HéROES "

" ...Delage podía dibujar con claridad en su memoria aquel día de finales de agosto, en Peguerinos, un pequeño pueblo cercano a El Escorial que habían logrado conquistar los rebeldes con unidades formadas por tropas marroquíes del Ejército de África.
A Modesto le encargaron la liberación del pueblo y hacia allí partió pasado el mediodía, llevando con él a dos compañías del Batallón Thaelmann, armadas tan sólo con carabinas y bombas de mano. Fue una lucha feroz. Los rebeldes contaban con dos ametralladoras que, desde un grupo de casas del oeste del pueblo, barrían las calles y la plaza principal, en cuyo centro el caño de cobre de una fuente arrojaba un vigoroso chorro de agua. Modesto organizó con presteza un ataque de diversión por el flanco izquierdo de los rebeldes. Y cuando las compañías marroquíes concentraron su fuego de ametralladoras y fusilería en aquella dirección, lanzó una ofensiva vigorosa por la derecha. Cuarenta y cinco moros y dos oficiales españoles se rindieron en cuestión de media hora. Otro medio centenar de soldados marroquíes habían muerto en ese tiempo, en tanto que los milicianos de la Thaelmann solamente habían perdido cinco hombres.
Y de súbito, mientras la tropa de Modesto desarmaba a los marroquíes y a sus oficiales españoles, un grupo de mujeres salió de un caserón. Eran una veintena: un par de ancianas, tres o cuatro niñas y el resto muchachas de entre veinte y treinta años. Varias de ellas lloraban. Algunas mostraban sus ropas desgarradas.
Modesto se adelantó, seguido por Delage, y se detuvo ante una mujer morena, despeinada y vestida pobremente, que parecía la más entera del grupo.
—Los moros nos han violado —dijo ella sin esperar que el hombre preguntara—. Y a algunas, como a mí, varias veces. Mátalos, camarada. Había niñas…
—¿Y los oficiales?
—Han hecho como si no vieran.
Delage vio encenderse la mirada de Modesto. Conocía ese furor desde el día en que se enfrentó al Campesino en el Cuartel de la Montaña.
—Hay algo más —añadió la mujer—. Mira en las mochilas de los moros.
Modesto hizo un gesto a uno de los suboficiales de su compañía. Y un grupo de cabos y sargentos comenzaron a abrir los macutos marroquíes y a arrojar al suelo, con asco y pavor, ristras de orejas humanas cortadas, enhebradas en cordeles.
—¿Qué es esto? —clamó Modesto.
—Se las cortaron a los milicianos que defendían el pueblo, después de matarlos con tiros en la nuca cuando ya se habían rendido. —La mujer señaló a su espalda—. Los cadáveres están detrás de las últimas casas. Si te acercas allí, verás que a varios de los muertos les han cortado sus partes con las bayonetas y se las han metido en la boca.
Modesto avanzó hacia los prisioneros. Agarró a un oficial por la guerrera y, frenético, lo zarandeó.

—¿Y tú?, ¿qué coño hacías mientras ejecutaban y mutilaban a nuestros hombres, faccioso cabrón?
—La guerra no tiene tregua…, no da tiempo para pensar —respondió el otro tembloroso—. Ten piedad de los prisioneros…, hay una convención internacional… Yo no hubiera querido que eso sucediera.
Modesto se volvió hacia el sargento de una de sus escuadras.
—Formad pelotones y fusiladlos a todos, oficiales y moros. Y si hacéis más prisioneros en la zona, los fusiláis sin esperar órdenes.
Modesto volvió los ojos hacia Delage. Hubo entre los dos un intercambio de miradas dudosas.
Un joven marroquí dio entonces dos pasos hacia delante y se detuvo ante Modesto.
—Yo no, jefe, yo no toqué a ellas…, ni corté orejas de muertos…
Modesto se dirigió a la mujer.
—¿Es cierto?
—Yo no distingo un moro de otro —respondió.
Modesto se encaró a la mujer.
—¿Cómo puedes decir eso?
Bajó la cabeza y ordenó a uno de los tenientes milicianos:
—Vamos, llévatelos de una vez y cumple mis órdenes.
Dio la espalda al oficial y caminó unos pasos seguido por Delage.
—¿Estás seguro? —dijo el comisario.
Modesto le miró y volvió sobre sus pasos. Cerró los ojos y, con un movimiento vigoroso, movió la cabeza hacia los lados.
Luego, alzó la barbilla, abrió de nuevo los ojos y gritó:
—¡Eh, teniente!
El oficial regresó.
—A la orden.
—No hay fusilamiento. Llévalos a retaguardia y que los juzguen allí. Si los fusilan, que lo ordene otro.
—A tus órdenes, Modesto.
—Otra cosa: lleva a la retaguardia las ristras de orejas. Y enterrad a los muertos. A todos: los de ellos y los nuestros.
—Como digas.
La mujer había escuchado el diálogo sin separarse de Modesto.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó—. Quiero conocer el nombre de un cobarde.
—Déjame en paz.
Se dio la vuelta para alejarse. La mujer trató de agarrarle del brazo, pero Delage la apartó.
—No le molestes.
—¡Nunca me olvidaré de ti! —gritó ella.
—Mejor harías en no acordarte de lo que te ha pasado —respondió Modesto sin volver el rostro.
Media hora después, bajo la sombra de unas moreras, Delage y Modesto descansaban rodeados por hombres que, en su mayoría, fumaban cigarros de picadura. Una patrulla había encontrado una tinaja de vino recio y los jarros corrían de mano en mano.
—Ha sido un día muy cabrón, Juan —dijo Delage.
—Todavía no soy capaz de matar en frío.
—Has obrado con buen juicio.
—¿Hay buen juicio en la guerra, Luis?
Modesto extrajo el cargador vacío de la pistola, lo arrojó a un lado y lo reemplazó por uno nuevo. Metió el arma en su cartuchera y comenzó a liar un cigarro.
—Me pregunto si el chico marroquí será inocente —dijo—: por él los he dejado a todos con vida. Que los juzguen otros.
—Los fusilarán, Juan, puedes estar seguro. En cuanto vean las orejas no quedará uno solo vivo.
—No sé si te lo he contado alguna vez, pero yo pasé dieciocho meses en África, cuando me llamaron para el servicio militar. Aunque, eso sí, más de la mitad de ese tiempo estuve arrestado o en el calabozo. Tenía veintidós años y era la primera vez que salía de Cádiz.
—No sabía.
—Fui destinado como cabo a los regulares de Larache. Me llevaba bien con los moros y aprendí algunas palabras de su lengua. E incluso tuve amores con una morita que se llamaba Mina. Era fuego puro, te quemaba al besarte. Por cierto, que también me enredé unas semanas con una judía…, Omega se llamaba: un nombre raro…
Sonrió con gesto de fatiga y movió la cabeza hacia los lados.
—Muchos de los moros eran mis amigos porque yo no era racista y sigo sin serlo, al contrario que la mayoría de los españoles y, sobre todo, de los oficiales… Y ya has visto también cómo la gente pobre puede ser racista, igual que esa mujer a la que han violado… Sirviendo en regulares, me degradaron de cabo por proclamar un día a gritos, en el zoco de Alcazarquivir, cerca de Larache, la igualdad entre moros y españoles. Tenía alguna copita de más, la verdad. Pero no me arrepentí de ello. Y ya no fui cabo nunca. Corta carrera fue la mía de militar en África… Allí sólo lograban galones y estrellas los criminales como Franco.
Encendió el cigarro, aspiró y arrojó con fuerza el humo del tabaco.
—Lo que son las cosas. Ahora, unos moros tratados como perros por oficiales españoles se dedican a violar, matar y mutilar a quienes son iguales que ellos. Y yo, por mi parte, casi fusilo a algunos que hubiera considerado amigos en otro tiempo… La guerra lo pone todo patas arriba.
—No le des más vueltas.
Modesto miró a su alrededor antes de volver a hablar.
—Peguerinos… —dijo al fin—. Feo lugar.
—Puedes estar contento: les has dado sopas con honda a los profesionales rebeldes, con armas peores y pocos hombres.
—Fue una jugada sencilla: amagar por un costado, provocar la defensa del contrario y atacar por otro lado. Una batalla es como una partida de ajedrez.
Regresaron aquella misma tarde a Navacerrada. Unos días después, Modesto era nombrado comandante de milicias..."

LA BATALLA DE PEGUERINOS - 30 de agosto.- Nuovo Avanti, 12 de septiembre de 1936. Pietro Nenni - La Guerra de España.

Pietro Nenni - La Guerra de España.

LA BATALLA DE PEGUERINOS - 30 de agosto.- Nuovo Avanti, 12 de septiembre de 1936.

En El Escorial. Diana a las seis. Estoy cansado y pido a de Rosa un suplemento de sueño. Nos levantamos a las siete. Algunas órdenes que dar, algunos asuntos que despachar. Charlamos con algunos jóvenes oficiales llenos de ardor y fuego. Son las nueve cuando nos ponemos en camino hacia Peguerinos. Fernando cree que es una falsa alarma. Nos adelantamos. Peguerinos ya está a la vista y no notamos nada insólito. Pero, viene un campesino: se acerca asustado. Reconoce a Fernando. Le dice que el pueblo está ocupado desde el alba por los rebeldes. No ha habido, según él, un verdadero combate; el enemigo se infiltró por sorpresa. Los puestos de escucha habían sido atacados con arma blanca (cuchillo y puñal).  Regresamos a Santa María de la Alameda, desde donde Fernando se pone en contacto con El Escorial y Madrid. Con su eterna pipa en la boca, no pierde su sangre fría ni eleva su voz. Pesca al vuelo, valga la expresión, a los pocos milicianos que están en el puesto, sitúa centinelas, ordena armar a los campesinos y evacuar a las mujeres y niños. No queda más que esperar los refuerzos. Llega el teniente coronel Morlones: Le hago notar que la infiltración de esta noche plantea un grave problema:
el de la vigilancia y los enlaces. Levanta los brazos en un gesto cómico, como si quisiera tomar al cielo por testigo de su impotencia. Llegan los refuerzos. Aquí está el Batallón Largo Caballero, reclutado a gran prisa, entre los jóvenes socialistas. Aquí el Batallón Acero. Se despliegan, en semicírculos por los campos, en dirección a Peguerinos. A las cuatro de la tarde, sobreviene la aviación fascista: tres Caproni. Vuelan bajo, con toda seguridad. Buscan sus blancos. Los milicianos y campesinos están muy impresionados. Valientes cuando tienen un viejo fusil en la mano y al enemigo enfrente, se sienten desarmados ante estos pájaros de presa. Se agrupan como los niños, buscan un refugio que los haga invisibles. A veces, incluso, se esconden en los lugares más peligrosos, por ejemplo, debajo de los camiones. Les gritamos que se tiren al suelo y que no se muevan. Esta es la única protección posible. Si la bomba no le cae a uno encima, es casi seguro estar a salvo. Estamos en un terreno descubierto, pedregoso. El estruendo del bombardeo es ensordecedor, pero no es esto lo que más impresiona. Es difícil permanecer inquebrantable bajo las ráfagas de las ametralladoras. Los Caproni pasan por encima de nosotros casi a ras de tierra y descargan una cinta de ametralladora. Después, vuelven a tomar altura y lanzan bombas. Fernando está en vena de hacer chistes: "Pietro, estas piedras van a ser nuestra tumba". Me dice.
El bombardeo dura veinticinco minutos. Mucho ruido. Pero los daños causados no son serios. Media hora más tarde, llega nuestra aviación y tira las tres primeras bombas en nuestras avanzadas antes de localizar las líneas fascistas. Mientras tanto, los milicianos se colocan en posición de ataque, con las secciones de ametralladoras a la cabeza. Noto entre los portadores de municiones a un grupo de jóvenes camaradas mujeres, esbeltas, bellas y serenas. A las cinco y media, llega el coronel Asensio que hoy ganará sus galones de general. La orden de ataque se da inmediatamente después. En cuanto los nuestros se descubren, quedan bajo el fuego cruzado de las ametralladoras fascistas. Fernando, colocado a la cabeza, grita: "¡Adelante muchachos!" Hay trescientos metros de campo a descubierto, después de los cuales el terreno ondula y ofrece una protección apreciable. De un salto, el primer objetivo es alcanzado.
Cae la tarde. Asensio se dirige a los milicianos: "¡Hijos del pueblo, dentro de una hora tenemos que haber tomado Peguerinos. " A la derecha, los combates se acentúan. "¡Los moros! ¡Los moros!" Oigo a Fernando que grita: "Los moros son hombres como vosotros". Ahora, la línea avanza segura, casi irresistible. Pero empieza a oscurecer y esto crea alguna confusión.
El pueblo arde. Los bosques de los alrededores arden también. Los moros están apostados tras de los árboles. Pero de repente, nos damos cuenta de que sólo están resistiendo para cubrir la retirada. "¡Adelante, adelante." El estruendo de las explosiones cubre ahora todas las voces. Llegamos hasta las primeras casas. Un puentecito nos separa del pueblo. Gritan: "¡Está minado!" Hay un momento de indecisión. Asensio, Fernando y otros oficiales pasan entre los primeros. Apostados a algunos metros, los últimos moros lanzan granadas de mano. Ahora el combate se fracciona en múltiples episodios singulares, alrededor de cada árbol, de cada casa. Tropiezo con el cadáver de un viejo campesino, caído frente a la puerta de su casa. Ya es de noche. Sale la luna. La puerta de la alcaldía está obstruida por los cadáveres de tres moros gigantescos. Los primeros heridos y prisioneros empiezan a llegar.
Una escena cómica nos calma los nervios. Un moro, prisionero, se echa al cuello de Fernando: "Quieren matarme, Fernando, me han tomado por un moro". Es el chofer del Batallón de Octubre; de piel obscura de por sí, se ha quedado todo el día, bajo el sol canicular, inmóvil detrás de un matorral. Congestionado y sudoroso, lo tomaron por un moro.
En plena noche, a través del bosque, nos reunimos con el batallón de Fernando, que sostuvo un duro ataque. Hay diez muertos y muchos heridos. 




Pietro Sandro Nenni (Faenza, 9 de febrero de 1891 - Roma, 1 de enero de 1980) fue dirigente del socialismo italiano. Proveniente de una familia de campesinos, Nenni fue periodista y posteriormente se convirtió en político. En1911 fue encarcelado por organizar una manifestación en contra de la invasión italiana de Libia. En su estancia en la cárcel conoció a Benito Mussolini. En 1921 se afilió al Partido Socialista Italiano (PSI). En 1922como redactor jefe del periódico Avanti, atacó duramente a Mussolini que había llegado ese mismo año al poder. El periódico fue definitivamente clausurado en 1926 y Nenni se exilió a Francia, siendo elegido secretario general del PSI.
En 1936 participó en la Guerra Civil Española como comisario político de la Brigada Garibaldi.
Después de la Segunda Guerra Mundial y de nuevo en Italia, ocupó distintos cargos gubernamentales, entre ellos los de vicepresidente del consejo de ministros (1945-1946) y Ministro de Asuntos Exteriores (1946-1947). Como consecuencia de la división del PSI, Nenni se quedó a la cabeza del bando más a la izquierda, aliándose con los comunistas, con los que rompió en 1957 debido a la invasión de Hungría. En 1963, su entrada como vicepresidente de un gobierno de centro-izquierda originó la escisión del ala izquierda socialista que dio nacimiento al PSIUP. Tras la reunificación en 1966, fue elegido presidente del partido y ocupó nuevamente el ministerio de Asuntos Exteriores en 1968. En 1969 dimitió de todos sus cargos al salir derrotada en el congreso del partido su moción favorable a la continuación de la alianza centro-izquierda.
En 1970, fue nombrado senador vitalicio. Años más tarde volvió a presidir el Partido Socialista y en 1978 se presentó con este partido como candidato para la presidencia de la República.