MADRID ROJO Y NEGRO: MILICIAS CONFEDERALES. Eduardo de Guzmán*
"En recuerdo de todos los que cayeron; como homenaje a quienes un día de julio abandonaron sus hogares y sólo tornaron a ellos cuando lleven entre sus manos los laureles de la victoria."
CAPÍTULO 11
«¡HA VENIDO DURRUTI!» ...
" «¡Ha llegado Durruti! ¡¡Ha llegado Durruti!!». La frase recorre Madrid entero, brinca de boca en oído, lleva alegría y entusiasmo a todos los espíritus. Durruti ha venido con su heroísmo y su leyenda, con su serenidad y su entusiasmo. Viene de vencer en Aragón, de arrollar al fascismo, de ganar a la invasión ciudades y pueblos, de liberar millares y millares de españoles. Viene a luchar por la libertad, a ocupar el puesto de mayor peligro, a batirse y morir por la independencia de España... Es el 12 de noviembre. La aviación continúa su obra destructora. Ayer hubo trescientos muertos en la ciudad. Ayer se hundieron sesenta casas. Anoche Madrid se iluminó con la llamarada de treinta incendios distintos. Pero nuestros hombres están en sus puestos. Pero en el frente sigue la batalla con redoblada intensidad. En la Casa de Campo sobre todo. El enemigo ha concentrado sus mejores elementos... Transcurren en lucha incesante días de emoción intensa. Pasa el 10 y el 11, el 12 y el 13. En Madrid, los periódicos gritan: «¡Una semana de resistencia! ¡Una semana de victorias!». No ha cesado el estruendo de la batalla; no han dejado de pasar las ambulancias y de recogerse muertos destrozados por la furia de Junkers y Cappronnis. Pero el pueblo está más convencido a cada instante de que la única salida es la victoria o la muerte, y de que vencerá. Franco, y sus empresarios de Roma y Berlín, tienen ya un nuevo proyecto: «Entraremos en Madrid por la Ciudad Universitaria, cruzando el Puente de los Franceses...». En la Casa de Campo, frente al puente de los Franceses, está la Columna «Libertad», formada por socialistas catalanes. El día 14, al atardecer, los facciosos se lanzan a fondo contra ella. Es una arremetida brutal, que los milicianos del PSUC no pueden resistir. Tienen que replegarse hasta el río primero, cruzar rápidamente el puente después. Pero la presión continúa. El parque del Oeste y la Ciudad Universitaria corren un peligro grave y cierto. ... Los dos batallones son enviados a la Universitaria. Han de ocupar posiciones cerca de los edificios, defenderlos si el fascismo consigue llegar a ellos. Estamos ya en el día 15 de noviembre. El enemigo intensifica su ataque. Precediéndole, la aviación arrasa los barrios cercanos, la artillería forma una barrera de fuego, los tanques destrozan las defensas improvisadas. Los dos batallones se ven envueltos en una tempestad de hierro. No han entrado hasta hoy en fuego. No conocen todo el horror de la guerra. Zumban los trimotores sobre ellos y estallan a su alrededor los obuses enemigos. Se desconciertan, vacilan. La Columna «Libertad» retrocede de nuevo, frente a los tanques que han atravesado el río. Los deportivos pretenden resistir y van retrocediendo hacia la Cárcel Modelo. Los actores no saben qué hacer. Creen inútil toda resistencia, se consideran perdidos sin remedio. Aquí no se está entre bastidores. Aquí sólo se muere una vez y de verdad. El pánico hace estragos entre ellos. Uno corre. Muchos le imitan. Cada uno se imagina que un millar de moros va pisándole los talones... ... Por fortuna esta misma tarde llegan a Vallecas los hombres de la Columna Durruti


Durruti prepara el asalto a los primeros edificios. Está con sus hombres, y parte de las milicias confederales del Centro, en la colonia del Metro. Frente a él, la Facultad de Ciencias y el Clínico, dos enormes moles de piedra convertidas por el fascismo en fortalezas inexpugnables. Al fondo, al otro lado del río, el Garabitas, desde donde los cañones fascistas baten las posiciones leales. En tomo a Durruti, junto a Manzana con el brazo en cabestrillo, hombres curtidos con los ojos hinchados por tres noches sin dormir, con los músculos doloridos por el cansancio de un largo viaje y sesenta y dos horas de pelea incesante. Están materialmente tronchados, rotos, deshechos. Pero nadie protesta ni pide el relevo. Algunos, mientras se ultima el asalto, duermen tumbados en el suelo. Otros, tirados junto ala tapia que circunda la colonia, esperan pacientemente la orden. Ahora habla la artillería. Los cañones del Garabitas bombardean furiosamente la colonia del Metro. Una batería del 7,5 nuestra, enfila sus tiros sobre la Facultad de Ciencias. Algunos tiros van altos; otros se estrellan contra el muro sin conseguir atravesarlo. Pocos, muy pocos, producen el efecto deseado. Durruti se impacienta. Dentro del edificio, bien parapetados, hay gran cantidad de fascistas. Se les ve disparar sus fusiles desde las troneras, manejar rápidamente las ametralladoras. Entre los hombres que esperan la orden de asalto, comienzan a contarse bajas. No se puede esperar más. Durruti grita: «¡Ha llegado la hora! ¡Adelante, muchachos!». Es difícil la empresa. En la Ciudad Universitaria hay, como mínimo, cinco mil fusiles fascistas y doscientas ametralladoras. Están esperando el ataque. Sobre los hombres que cruzan la tapia cae una verdadera lluvia de fuego. Las balas barren materialmente las líneas. ¡Y hay que avanzar a pecho descubierto, bajar a la carrera un talud, cruzar un espacio llano, llegar hasta el edificio y abrirse camino con bombas de mano! Pero los hombres cumplen con su deber. Saltan los parapetos, se tiran de cabeza por el desmonte, corren por la parte llana, con el fusil en la izquierda y una bomba en la mano derecha. Las ametralladoras y los fusiles del Clínico cruzan sus fuegos con los de Ciencias. Hay una zona que es materialmente imposible atravesar. Los que llegan a ella, dan un salto y quedan tendidos en el suelo. Los demás retroceden, perseguidos por la metralla. Durruti está furioso. Reúne a sus hombres de nuevo. Les habla con voz exaltada, con ademán nervioso: «¿Pero vais a retroceder? ¿Para eso habéis venido de Aragón?». Luego cambia de tono. Arenga: «Que no se diga que retrocedemos; que nadie diga que huimos. Los hombres de la CNT, los aguiluchos de la FAI tenemos que dar el ejemplo al mundo». Nuevamente se emprende el ataque. Nuevamente hay que retroceder al llegar a la misma zona. Durruti ya no arenga. Deja descansar a los hombres unos minutos. Después grita: «¡Voy en cabeza! ¡Los que sean hombres que me sigan! ¡Viva la FAI!». Se lanza como un león hacia el edificio de Ciencias. Tras él como movidos por un resorte, todos los hombres. Tienen que saltar por encima de los compañeros caídos en los asaltos anteriores. Tienen que saltar por encima de los compañeros que les preceden y que caen pesadamente, alcanzados en plena carrera por una ráfaga de ametralladora. Pero ya nadie piensa ni repara en nada. ¡Durruti va delante! ¡Con Durruti, a la victoria o a la muerte, tienen que ir todos! Nada hay que pueda contenerles. Ya están en la zona de peligro máximo, en el terreno infranqueable donde murieron los ataques anteriores. ¡Pero y quién se fija en ello! Un centenar de hombres se abate en menos de un segundo. Los demás continúan. Ya están junto a los edificios. En el Paraninfo cercano, cuatro máquinas vomitan metralla. En el hall hay un enorme parapeto de sacos terreros y dos ametralladoras que tiran sin descanso. Una bomba de mano. Otra. ¡Otra! El parapeto se derrumba con estrépito. Durruti entra como un alud seguido de sus hombres. La pelea no ha terminado. La lucha no ha hecho más que comenzar. Ahora se combate duramente en el interior. En el hall, primero. En la escalera, después. En los pasillos, en los sótanos, en los pisos altos, en todas partes... La lucha tiene una ferocidad increíble. Nadie pide ni otorga cuartel. Estallan las bombas de mano que derriban tabiques. Hablan los fusiles y las pistolas. Se recurre a los cuchillos ya las culatas de los fusiles utilizadas como grandes mazas. Se pelea cuerpo a cuerpo. Mueren los contrincantes estrechamente abrazados. Se gana centímetro a centímetro el edificio entero. Durruti marcha en cabeza, seguido por millares de hombres decididos a todo. Durante horas enteras, la contienda sigue en el interior, mientras afuera ladran las ametralladoras y explotan los obuses; mientras Madrid se retuerce bajo las bombas de la aviación italogermana... Al anochecer, la lucha concluye en la Facultad de Ciencias. Ni uno solo de sus defensores ha podido escapar. Ni uno solo ha quedado con vida. Se hace, rápido y nervioso, un recuento de bajas. La columna Durruti ha perdido seiscientos luchadores. Los fascistas han abandonado en el campo de lucha mil trescientos cadáveres... Por la noche Durruti acude a Guerra. Todos conocen su magnífica hazaña, el valor extraordinario de sus hombres. Todos felicitan a quien ha sido capaz de llevar a cabo el asalto de la Facultad de Ciencias. Pero hay quien no ha visto la lucha de cerca, quien no conoce sus dificultades, quien cree que todo es fácil y hacedero. Con voz chillona interrumpe a Durruti: «¿Pero todavía no habéis tomado toda la Ciudad Universitaria?». Durruti le mira con rabia y desprecio. Se pone en pie. Como un salivazo, lanza: «¡Mañana tomaré el Clínico!...». Durruti duerme junto a sus hombres en la Facultad de Ciencias. Está obsesionado por la conquista del Clínico. El Clínico es aún más alto y más fuerte que el edificio conquistado la jornada anterior. Los fascistas están, además, advertidos. Saben que frente a hombres del temple de Durruti la resistencia es difícil. Durante toda la noche acumulan hombres y material en el Clínico. Durante doce horas se preparan concienzudamente para resistir el asalto, instalan un centenar de ametralladoras más. Refuerzan la guarnición del edificio. Preparan minas. Colocan varios cañones antitanques. Hacen acopio de bombas «laffite», y esperan, con inquietud, con nerviosismo, que la mañana llegue... Cuando la mañana llega, Durruti ha distribuido ya sus hombres. Una parte está en la Facultad de Ciencias. El resto, tumbados en el suelo, en lugares resguardados de las ráfagas de ametralladora, forman un amplio semicírculo en torno al Hospital Clínico. La mañana comienza con pelea dura. Todavía no se da la orden de asalto. Pero ya la artillería y los fusiles entablan un violento diálogo. Desde el Garabitas se envían centenares de obuses sobre nuestras líneas, sobre la Facultad de Ciencias, sobre Filosofía y Letras, sobre el Asilo de Huérfanos Ferroviarios, sobre la Puerta de Hierro. Desde el Campo de las Calaveras y la Dehesa de la Villa, nuestras baterías concentran sus fuegos en los edificios de la Universitaria y los puntos de acceso. Es un combate encarnizado. En Ciencias, Durruti se pasea esperando impaciente la hora convenida para iniciar el ataque. De pronto dice: «¡Voy a ver cómo están colocados los hombres!». Fuera hablan las ametralladoras que barren los campos. Durruti no teme a las balas. Monta en su coche y sale disparado por una calle que, partiendo de Ciencias, pasa por las proximidades del Clínico. A doscientos metros de la Facultad de Ciencias, a cien escasos del Clínico hay una casucha de ladrillos que servía de cantina a los trabajadores de la Universitaria. Resguardados tras ella de las balas del Clínico, diez hombres de una de las centurias, esperan el momento de ataque. Durruti ordena al chofer: «Para un momento...». Las balas silban en todas direcciones, Durruti se apea del coche, avanza hacia el lugar en que esperan sus hombres. A mitad de camino, en el borde mismo de la calle, una bala del Clínico hiere a Durruti. Le entra por el costado derecho, le atraviesa los dos pulmones. Durruti da dos pasos y cae pesadamente en tierra. Los compañeros le recogen, le meten en el coche, salen rápidamente hacia donde le puedan curar. Las ráfagas de ametralladora siguen pasando por encima del coche, como salvas disparadas por los propios fascistas en honor de quien fue su mayor enemigo... Durruti no ha muerto aún. Pero la noticia del accidente corre las líneas, provocando el dolor en las filas leales. A muchos ojos se asoman las lágrimas. Hombres de temple acerado lloran como chiquillos. Los fusiles se disparan con furia redoblada... En una cama del Hospital del Ritz está Buenaventura Durruti. Aún vive, Pero la herida es mortal de necesidad. Su corazón de atleta se resiste a dejar de latir. Durruti, inconsciente, delira. Sueña con el ataque al Clínico, con el asalto triunfal, con la herida que corta su paso en la mitad del avance. Siente que un rostro amigo se inclina sobre él. Con un esfuerzo supremo abre los labios para murmurar penosamente: «... y di a los compañeros que sigan...». Son sus últimas palabras. Por la tarde, sin recobrar el conocimiento, muere, y los compañeros, todos los compañeros, cumplen su mandato póstumo. Todos siguen luchando. Todos continúan en primera línea. Hasta el triunfo final. Hasta aplastar al fascismo... En torno al cadáver del héroe muerto están quienes siempre pelearon a su lado. Está Manzana, está Mera, está Val, está lsabelo... Hay en todos los rostros un rictus de amargura, un gesto desesperanzado, lágrimas que pugnan por escapar de los ojos hinchados por el insomnio. Llega Miaja. Viene emocionado, dolorido. Por un momento contempla en silencio los restos del titán, su pecho de atleta manchado aún con la propia sangre, su gesto sereno en la muerte. Luego, inclinándose, le besa en la frente. Cuando se yergue de nuevo, una lágrima corre por sus mejillas. Con voz balbuceante dice: «¡Ha sido un valiente!». Mera tiene que llevar la triste noticia al Gobierno, a nuestros ministros, a los compañeros de Levante y Cataluña. Durante la noche, con el dolor en el alma, cruza rápido los campos de Castilla, los pueblecitos terrosos que aún ignoran la muerte del luchador. Al amanecer está en Valencia. Quiere dar, antes que a nadie, la mala nueva a Federica, que salió de Madrid en la noche del 19. Entra en el Hotel Metropol, llama a la puerta del cuarto. Federica abre, ve el rostro contraído de Mera, se alarma: «¿Qué ocurre?». «Han herido a Durruti...» «¿Grave?» Cipriano vacila un momento. Se le ve luchar consigo mismo. Luego, pasándose la mano por la boca, rudo y sincero: « Ya no hay remedio, Federica. ¡Está muerto!». Federica llora sobre la cama. Admira y quiere a Durruti. Ha sido quien, contra la opinión de García Oliver, convenció a la organización de que debía venir a luchar en Madrid. Se desespera pensando que quizá sus consejos han empujado al héroe a la muerte... Se serena un poco. Quiere conocer más noticias. Inquiere detalles: «Pero, ¿cómo ha sido eso?». Mera hace, lentamente, su relato. Cuenta el valor de Durruti, el asalto a la Facultad de Ciencias, el balazo que cortó su vida frente al Clínico. Federica siente un temor repentino por la vida de los que quedan, por este otro héroe tallado en la fibra de un labriego castellano que tiene ante sí. Dice: «¡No hagas locuras tú ahora, Mera! Vamos a perder lo mejor de nuestros hombres. Guardaos un poco. No seáis temerarios...». Cipriano la mira unos minutos en silencio. Luego, encogiéndose de hombros, replica con tremenda sinceridad: «¿Pero no ves, mujer, que hay que ir delante para que los demás sigan?». (Así han ido siempre los líderes confederales. Así cayó Ascaso. Así murió Teodoro Mora. Así pereció Durruti. Así marchará en todo momento Cipriano Mera. Nuestros generales no mueren en la cama...) García Oliver conoce la noticia. Se desespera. Luego dice al Comité Nacional: «¡Buscad otro ministro de Justicia! Yo me marcho a Madrid a ocupar el puesto que Durruti deja vacío...». Durruti ha muerto..
Pero el fascismo ha pagado su muerte con la pérdida de Madrid. En la Facultad de Ciencias, en el Instituto Rubio, en la plaza de la Moncloa y en el parque del Oeste los hombres que vinieron acompañando al héroe limaron las garras de la bestia negra. Tabores enteros de regulares, banderas completas del Tercio, centenares de tricornios charolados, lo más florido de las juventudes navarras cayó para siempre bajo el plomo del pueblo. La Ciudad Universitaria fue en la noche del 15 una amenaza terrible para Madrid. Pudo ser el hundimiento de nuestra moral, la derrota, el desastre. Por fortuna, Durruti llegó a su hora. Hubo de pelear hasta caer con el pecho cruzado por un balazo. Pero su sacrificio salvó la ciudad, la revolución, España. La Ciudad Universitaria ha sido el cementerio donde se enterraron las mejores tropas de choque de la invasión, y todo ¿para qué? Mientras se creyó posible avanzar, penetrar en Madrid, abrir brecha en dirección a Cuatro Caminos o la plaza de España, todo estaba justificado. Ahora, no. Ahora sólo se tienen unos cuantos edificios, un paso angosto, una dificultad más en este intrincado frente que rodea la ciudad mártir..."
* Eduardo de Guzmán (Villada (Palencia), 1908 - Madrid, 1991) fue un periodista, anarcosindicalista y escritor español.
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